El jardín de las maravillas

Hay cuentas decrecientes que van al cielo. Una de ellas es la del floor manager en el estudio de televisión. Ya pidió silencio, ya tiene en un puño los ojos de las cámaras; él es la voz de los que están en la cabina de mandos y entre él y tú hay una corriente que te da la vida directa cuando baja la mano y recibes el soplo para comenzar a vivir esa otra vida que queda encuadrada en la pantalla. Una vez encendido el foco rojo de la cámara que te está viendo, el orden de las cosas tiene otro derrotero; la Creación tiene otras leyes, unas en las que tú intervienes. Todo empieza a ser nuevo hasta donde seas capaz; y todos te creen; están allí para eso, lo mismo si dices mentiras que si te sumerges en las aguas inverosímiles de la invención. Cuántas veces: ¡silencio!, está corriendo: cinco, cuatro, tres dos… cue… y tuviste la dicha de enmendar el mundo, la alegría saltarina de ponerle tantas cosas que le faltan, de distribuir en otra secuencia el orden de los parlamentos con que parecen destinadas a ocurrir las cosas. Porque todo, guión, producción, equipo técnico, personal, espectadores, queda sujeto a la chispa que salga de tu pedernal frotado contra la piel de tu creatividad personal. Los ojos, la voz, la cadencia, la oportunidad, el silencio, la ocurrencia; aunque tengas un libreto y sepas que vas de tal a tal punto, siempre hay un hilo tenso y peligroso por el que puedes caminar tú solo y hacer la acrobacia que esperabas de ti mismo.

-Si, yo hice muchos años televisión y conozco esa puerta por la que se sale a un jardín de maravillas, y sé también que cada quien lo vive de manera diferente, que la televisión es el medio y la sorpresa es uno-, dice recordando la emoción que en esos segundos se sacude, se quita toda la ropa (¡tan de vez en cuando, ay, tan pocas veces!) y salta al cuadro de agua brillante de la pantalla con los ojos chispeantes a jugar-. Muchas veces me pasó que me daba no sé qué de decir: ya me voy a trabajar. Claro está que es un trabajo, uno como todos: entras y sales a tales horas y tienes que hacer esto y hacer aquello que se espera de ti. Pero qué dichosos todos cuando ocurre que esos trastos imponentes que lo llenan todo: las cámaras, las luces, los cristales, los cables que cruzan por todas partes como sistema circulatorio, pierden toda preponderancia y se vuelven lo que son, herramientas para que los maestros se entretengan modificando el mundo. Cuántas veces cuántas almas se juntaron conmigo y entramos a donde la realidad es otra, una que se hace voluntariamente, a la medida.

Y no vayan a creer ustedes que el tamaño o la importancia comercial o institucional del estudio son fundamentales; no; sólo hay dos cosas que de verdad importan: el que está ante el ojo de la cámara y los ojos que reciben la imagen en las pantallas de los monitores de la cabina recogiendo, recortando, acercándose, alejando el cuerpo, poniendo el paraíso en donde debe estar. Aunque sea el más pobre cuchitril de producción del mundo. Cuando todos esos ojos se armonizan y laten a un tiempo, adentro de un mismo corazón, ocurre el fenómeno creativo. A mí me tocó muchas veces, por fortuna, participar de esa delicia.

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