La escritura en el tiempo

Lo que ha cambiado el uso del tiempo. El uso del tiempo y la apropiación de las cosas. Porque hazte a la idea de que un poeta en pleno Siglo XIV antes de Cristo, tiene la ocurrencia de publicar todos los días una página de su diario y ponerla en un cruce de caminos para que todo el que pase pueda leerla, suponiendo que hay un lenguaje escrito que les es común a todos los que pasan por los cruces de caminos y no que se trata de unos códigos cifrados que apenas entienden el que lo hace y dos o tres más con los que se ha juntado a elaborar esa invención a base de reproducir formas convencionales de la naturaleza asociadas a elaboraciones comunes de lo que se hace entre todos: una punta de flecha, digamos, el remate superior de una casa, las patas de un ave domesticada, el círculo de la luna reflejándose en el agua mansa de un discreto manantial que se lleva su mensaje escurriéndolo por la tierra hasta donde nadie sabe dónde. Bueno, ya sé que estoy exagerando la imaginación, llevándola al extremo de lo inverosímil, pero también estoy suponiendo que todos los días tiene experiencias suficientes para encadenar los impulsos de una creatividad irredenta a un relato que describe su relación con las cosas, con los demás y con el tiempo.

O imagínatelo en el Siglo IV a.C., cuando ya hay una escritura convencional que usan los poetas dramáticos para escribir sus edipos y sus coéforas y los medios materiales para hacerlo no son ya una fabricación elaborada para cada vez sino un material que algunos artesanos se encargan de preparar regularmente para que los esquilos y los eurípides tengan en qué plasmar sus invenciones; y allí poniendo cada día la descripción de sus calles, el orden de las mercancías en los negocios en que se abastecen de los insumos para la vida diaria, las noticias que llegan de lo que hay más allá de los límites de las casas en donde vive la gente y los impulsos inevitables y secretos que mueven el corazón de los vecinos adentro de cada casa: los amores legítimos e ilegítimos, la envidia por el lucimiento ajeno, la codicia del caudal del otro, la cautelosa búsqueda del recoveco en donde quepa la traición sin que los demás lo noten, la fuerza impositiva del parricidio, la enloquecedora obsesión del incesto, y con esos materiales nuestro poeta escribiendo cada día una página para exponerla en la puerta de su casa a donde pueda detenerse el que quiera y conocer los movimientos de su alma.

Suponer la escritura de los demás en otro tiempo y en otras circunstancias es espeluznante, ya sea en tablilla dura de plomo, de barro, de madera, o en hoja flexible de papiro, de lino, de algodón –aquí se abisma nuestro poeta recordando lo laborioso que es construir una hoja de papel con fibras vegetales en suspensión y el abrumador y lento proceso de fabricar una tinta que responda al ritmo de la mano que la va extendiendo sobre la superficie con tal arte que va dibujándose un mensaje susceptible de ser leído por otros con el mismo sentido con que fue escrito. Ve entonces la abstracción que es la página de su computadora, de este ordenador de palabras que va respondiendo letra por letra en un lenguaje común a cientos de millones de personas que lo podrían leer si lo tuvieran frente a sí, y piensa en esos dos o tres con los que realmente puede compartir los códigos cifrados del sentido que tiene el techo de una casita, la figuración de una mano, el pico de un pájaro que está a punto de emprender el vuelo.

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