Satélites

-Juntábamos tres cerillos, de los de papel encerado, no de madera, y les envolvíamos las cabezas con una tirita de papel de aluminio de las cajetillas de cigarrillos que era fácil encontrar en la basura o el cualquier parte: les envolvíamos las cabezas a los tres juntos, aunque se ahogaran como condenados por la Inquisición por jugar con lumbre, bien cerrado por arriba el papel para que no se le saliera la potencia; luego les abríamos las patitas de modo de hacer la base de un trípode y les poníamos por debajo el fuego de otro cerillo encendido; si el sputnik estaba bien hecho el juego saldría perfecto: al encenderse los cerillos dentro de aquel encierro se creaba una fuerza de propulsión que empujaba nuestro cohete hacia arriba ante nuestra alegría fresca e insaciable. Por arriba no debía tener ninguna fuga el artefacto, el chiste estaba en la precisión para envolver la parte de abajo porque al doblar los cerillos para hacer las patitas se podía abrir demasiado el espacio de fuga de los gases y con ello se perdía toda la fuerza motriz y el coloso caía sobre sí mismo sin pena ni gloria. Ah, pero cuando estaba bien hecho, cuando quedaba justo el pequeño espacio necesario para dosificar la potencia de arranque y el impulso del salto, no uno, sino cinco, diez, cincuenta atmósferas cruzábamos antes de internarnos en el espacio ignoto de los planetas y las constelaciones. Cada quien podía escoger lo que quisiera del inconmensurable cielo para hacer sus parcelas donde soltar a pastar las cabras locas de sus fantasías.

Ahora le dio por evocar sus experiencias de navegante cósmico y traernos sus rodillas sucias de estar hincado en el suelo polvoso del patio de la escuela aplicado en la ciencia espacial. –Qué importa si entendíamos qué era el sputnik o no, qué más daba si nos figurábamos lo que sería romper el cerco de la prisión de la tierra para salir, libre de ataduras a ese espacio vacío y negro en el que no hay arriba ni abajo y nada cae porque nada tiene peso. Ni siquiera sé si alguna vez he comprendido lo que es la fuerza de gravedad que atrae hacia los polos magnéticos los objetos dotándolos de un peso corpóreo. El chiste es que pocos años después vimos a los astronautas descender en la superficie de la luna y caminar por esa remota e inconmensurable cercanía, aunque tantas veces después nos haya querido envenenar la maledicencia con el cuento de que todo fue una mentira, una filmación en un desierto de la tierra. ¡Qué más da!, si yo he visto, en noches muy claras y carentes de luna, los puntitos brillantes de los satélites como estrellas que tuvieran prisa por llegar de un lado al otro.

Y ahora, cuando la cuenta de mis días particulares tiende a reducirse, otras generaciones siguen el camino trazado; seguramente ya no habrá nadie con quien yo haya jugado a volar sputniks que pueda atestiguar la presencia de seres humanos en otro planeta, aunque estemos seguros de así será. Ayer llegó a Marte el Fénix después de viajar unos cuantos meses por esas sugerentes profundidades y se posó suavemente, sin complejos, en la superficie marciana. Va en busca de agua –dicen- porque si hay agua querrá decir que hay vida, o que la hubo, y algo podremos averiguar del acuciante enigma que tan despacio, ay, tan poco a poco vamos desvelando: ¿dónde empezó todo esto? ¿qué es? ¿qué nos espera más allá de la inteligencia y la curiosidad sin límites que nos va llevando? ¿qué estamos haciendo aquí?

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