Vapor y bondades

Al invierno le ha dado estos días por la tolerancia. Sacó su lado cristiano, tal vez por influencia de la Conferencia Episcopal que todo el tiempo está buscando lo que más conviene al pueblo español (cuando ellos rezan a coro y convencidos hasta las estaciones se conmueven y obedecen, y más si la radio de los obispos lo divulga). La benignidad de los rudos se aprecia más que la de aquellos de quienes es normal esperarla. Abrigos, sacos, pieles, bufandas, lana, gorras, sí, pero todo un poco al descuidé, las bufandas desatadas y colgando, los guantes como ramitos de flores que se van a ofrecer, -con medias gruesas, sí, pero el colmo: una chica en minifalda entre el gentío de Puerta del Sol-, los cuellos volando a un palmo de las mejillas, los botones en diálogo de separación con sus ojales, algunos gorros genuflexos en la mano y un exceso de conversaciones distribuidas al azar sin miedo de que el aire frío aproveche las trenzas de la voz para introducirse en donde pueda causar algún estrago bronquial. Lo que se llama una deliciosa tarde primaveral de invierno.

Y allí vamos los del cuento muy decididos a encontrar, comprar y llevarnos a casa un vaporizador, porque en conversación telefónica con el doctor hemos llegado a la conclusión de que el aire de casa debe estar más reseco de lo conveniente dado que siempre está encendida la calefacción, y ello ha de contribuir al fastidioso tema de la tos. Qué gentío. Y qué agradable y distendida sensación de sociedad contenta y relajada que anda disfrutando del clima, de los servicios urbanos, de las ofertas del mes de las rebajas. Todo el mundo lleva consigo la dicha de algún paquete de cosas recién adquiridas. Es tan bueno comprar. Varias opciones de vaporizador encontramos pero elegimos uno que dice que es silencioso y valoramos muchísimo su ofrecimiento porque si se ha de quedar a pasar la noche en la misma habitación que nosotros lo menos que se puede esperar de él, aparte de ciertos comportamientos que no viene a cuento desmenuzar, es que sea discreto, tan sutil que no se note, como el primer brotecillo de la concupiscencia.

Volvemos a casa, nos preparamos unas chapatitas con tomate, aceite y sardinas; nos servimos un vaso de vino y nos miramos a los ojos para constatar que volvimos completos de la calle. Nosotros también con nuestra bolsota de plástico y en ella una caja y en la caja un envoltorio de espuma plástica blanca y adentro un aparatito. Y mientras, revisamos el instructivo –elemental, por cierto- del vaporizador. Échale agua por aquí, ten cuidado por acá, que no se te tal en este, que no se te más en aquel. Ya está, comprendido. Lo habilitamos, le damos la bendición y lo ponemos en su sitio. Antes que echar vapor el vaporizadorcito echa ruido, un ruido de ventilador que sobrepasa lo que nuestra amabilidad está dispuesta a soportar como fondo musical nocturno. Es que ese es el problema de las cosas subjetivas, ¿no podrían haber puesto en la caja “hace poco ruido” en lugar de ofrecerlo como “silencioso”?, o que le hubieran puesto, “si no tiene motor en su almohada pídale al vaporizador que se quede encendido toda la noche y no extrañará las autovías”. Ni modo, habrá que ir a descambiarlo hoy y a buscar otra opción. Lo bueno es que ya abren el comercio los domingos.

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