No, hombre –le decía a Marta mi hermana, ahora que nos despedíamos de los poquitos días que me vino a ver-, si no sabemos nada del enigma del cambio de estado entre materia viva y materia inerte (rete bonito concepto que le oí a Eduard Punset la otra noche en un programa de tele), lo único que tenemos seguro es que todos vamos a pasar, absolutamente todos, por el mismo trámite. Es cierto que yo estoy tocado pero lo que es incierto es cuándo opere el toque. Quizás nos veamos este año o dentro de cinco o diez, o esta haya sido la última. En este mismo instante miles de organismos vivos están pasando de este al otro estado. Alegrémonos. O no. Quién habría de imaginar que iba a morir el mismo día que lo estaba pensando, dice uno de los personajes de La Dorotea, de Lope, al final de la obra. Una embolia, un síncope, un accidente, o cualquier otro fenómeno físico y el orden de los factores cambia. La maravilla es que todos nos pensamos de duración ilimitada porque tenemos la curiosa condición de no saber ese momento.
En eso, que nos decíamos estas cosas y bajaba Marta al taxi que ya la esperaba, sonó el teléfono. Mis hijos María y Juan, que venían saliendo del aeropuerto hacia acá.
Y en lo que escribo y babosea uno ya se pasó el rato. Ya llegaron. Y como ya estuve muy conceptuoso y tengo pretexto, espero que no les parezca mal que aquí corte el discurso de este día y mañana les sigo contando. Aunque mañana llegan, también en la mañana, Pablo, mi otro hijo, y María Cortina. Pero luego les acabo de contar.