Quesadillas fritas

Pardeando la tarde, afuera de la panadería, en algún zaguancito o en cualquier esquina estratégica, una señora cubierta con rebozo, o alguna creatura que le ayuda en esta y en algunas otras acciones periféricas –generalmente una niña que se va entrenando en el oficio-, enciende el carbón de un anafre y poco a poco va conformando el puesto que consiste en una silla en donde se sienta la señora a ejercer su ministerio, una mesita en la que se acomodan los platos con los diversos contenidos y el indispensable brasero con su palangana especial de forma rectangular con una parte redonda y cóncava que va sobre las brasas, en donde el aceite para freír se calienta y una parte plana a la que se van orillando los productos para que se escurran. La quesadillera comienza su oficio en cuanto su altar está listo y la clientela se acerca atraída por el olor de la fritura. Aunque son cada vez más escasas en los barrios céntricos, supongo que en la enormidad de la ciudad seguirán existiendo estas pequeñas unidades de producción y de conservación cultural. La verdad es que anoche nos costó trabajo encontrar una. Y la que hallamos era un establecimiento formal y no como este efímero que describo.

Aunque ahora se hacen mayoritariamente con prensa, no era raro que la señora torteara una por una, mano contra mano, las bolas de masa de maíz para hacer la tortilla que se rellena de queso, de picadillo, de papa cocida, de chicharrón guisado, de sesos, de tinga, de frijoles con chorizo, de flor de calabaza, de pancita o de otros guisos y combinaciones, se dobla para cerrarla y hacer la forma de empanada y se echa en el aceite caliente a freír mientras la celeridad de la oficiante va torteando otra y otra y manipulando con la cuchara plana las que se van cociendo hasta sacarlas, doradas, a que se escurran antes de ponerles un papelito de estraza y entregarlas a nuestra mano nerviosa por la espera y con el apetito desatado. La señora, concentrada siempre, sabe cuántas y de qué le pediste y cuántas te lleva despachadas y las va produciendo una tras otra, más rápido de lo que te imaginas.

Hay algunas unidades de estas cuya prosperidad hace que las atiendan tres o cuatro personas de la familia, dos (femeninas) que hacen las quesadillas, una que las controla en la fritura y que despacha, y otro, con frecuencia el marido desempleado o en doble jornada, que cobra y surte refrescos a la clientela. Pero las más conmovedoras son las señoras solas que lo hacen todo con estoicismo ejemplar. Unas tres horas dura la acción, como de siete a diez, más una hora de encendido del carbón y preparación del puesto, más el tiempo que se lleve –de dos a tres horas, calculo- en la cocina preparando los guisos y deshebrando el queso, más una hora o dos de compra de insumos en el mercado: una jornada completa que debe dejar un poquito más de ganancia que el alquiler de fuerza de trabajo doméstico –aunque algunas excepciones he visto que son pequeños emporios-. Y que ayuda, sobre todo, a la felicidad colectiva y a la conservación de una riqueza gastronómica que en ocasiones alcanza la altura de lo sublime.

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