Subidas y bajadas

Cada día es una cuesta hacia arriba. Antes no me importaba la inclinación de las calles, ni me fijaba en ello. Cuando anduve buscando casa en Madrid caminé mucho los rumbos de Lavapiés y hasta gracia me hacían sus desniveles; si hubiera encontrado un sitio a mi gusto quizás viviera ahora en un desbalance incómodo, en una de esas calle de película neorrealista en donde el escorzo queda bien para agigantar la figura del héroe (yo, por supuesto). Pero me fatigan tanto las cuestas; uno de mis pulmones no junta todo el aire que se necesita. Claro que si voy despacio no hay tos (esto, ya se entiende, es una manera coloquial de decir que no hay problema, porque tos, lo que se llama tos, llevo dos meses y medio de que no me suelta, o no la suelto, según el punto de vista suyo o mío; a lo mejor ella también está harta de mí, rogándoles a sus manes que intervengan, que la libren de semejante loco que la viene usando de manera tan desconsiderada; a saber cómo ande en el fondo el tema de las almas, quién sí tenga y quién no; porque lo que está visto es que a ninguno de los dos nos hacen caso), subo la cuesta paso a paso y llego a donde sea. Por ejemplo al mercado Antón Martín.

Una ruta, la menos inclinada, es llegar hasta la calle del León, dar vuelta a la izquierda y seguir recto hasta el mercado pasando por Atocha; allí comienza una bajada por Santa Isabel que de regreso hay que remontar, a menos que vuelva por Amor de Dios, lo que bien se podría hacer si hubiera construido mis hábitos con arreglo a tales desniveles, pero no: hago de tal modo la compra que siempre me queda para el final regresar por donde hay que remontar calle y plaza. Tiene su gracia que la ciudad esté tan chueca, en sus torceduras está el relato de un origen terrenal y humilde que fue huertas, campo, morbideces geográficas, geología distante de afanes inmobiliarios. Pero hay otro camino, más corto y encantador aunque con una subidota pesada; se trata de la Costanilla de las Trinitarias, en donde nos ha dado por comprar el pollo y los huevos, y subir luego por Moratín para salir derechito al cruce de Atocha que lo introduce a uno en el Pasaje Doré y directamente al mercado. Este es el camino más corto, sin duda, pero…

Pues no sé; cuando dije que cada día es una cuesta hacia arriba, creí decirlo en sentido figurado y pensé que las manos sobre las teclas encontrarían rutas de escape y hablarían de cuestiones figuradas, pero ya veo que se sometieron a la literalidad, que hicieron lo que les dio la gana también. Es difícil aceptar que no controla uno a veces ni a sus propias manos. Julio Trujillo y Tania, su mujer, nos acompañaron a comer el otro día (ya versaré sobre los ricos tacos que comimos); escribir todos los días, decía Julio, a propósito de este diario, todos, con cierta coherencia y sentido no tiene que ser fácil. Y yo decía que sí, que si aceptas que todo alrededor son puras palabras, lo de menos es si las dices tú o dejas que las manos solitas, que ya deben estar muy bien aconsejadas en tantos años de servicio, digan lo que les da la gana, que a veces es más cierto de lo que te imaginas.

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