Aparición tardía

Adrede me negué a escribir en la mañana. No tenía ganas. No pasé buena noche y un humor desabrido me tenía ocupado. No es que no pudiera, no quise. Para nada es que estuviera frente a mí con sus ojos vacíos la hoja en blanco y no pudiera leer nada en ella, como le sucede a uno a veces cuando quiere escribir no más, no para algo sino no más para escribir; aunque ya ven que no, que soy bastante suelto, que me atoro poco, que hasta cuando no se me ocurre de qué, la escritura se va haciendo como un tejido de agujas que ya está echado a andar y tiene hebra ovillada suficiente –y perdónenme que lo diga pero siento que en algunas de esas ocasiones es cuando mejores páginas me han salido, con grecas que no estaban previstas, con figuras y colores que no había preparado de antemano-, pero hoy no, hoy estaba más bien en rebeldía. Y en ascuas.

Ayer me llego por mensajería un paquete que me mandó Elsa Cross con cosas de nuestra hija Cecilia –fotos, papeles, recortes, según me dijo por teléfono- y no lo quise abrir en cuanto llegó, pensé mañana lo abro, porque el humor poco creativo de esta mañana ya me venía desde anoche; no, ayer todo el día se fue dorando en el calor de unas brasas de malestar que no logré que se apagaran en ningún momento; hasta tuve un gesto de irritación tan alto que puedo decir que llegué a la ira por una cosa tonta, y muy vergonzosa porque no estoy para exabruptos; hacía muchísimo tiempo, años, que no me acercaba a esos horrendos límites que desfiguran la imagen de uno y crean un monigote estúpido que hace el ridículo ante los demás y enseguida busca un hoyo, lo más profundo que se pueda, lleno de cal o de ceniza, donde meterse; por fortuna sólo estaba Milagros y reculé a tiempo gracias a su tolerancia tan generosa. El caso es que veía el paquetote y no lo quería abrir.

Y hoy luego de desayunar, volví a dormirme y adrede no quise escribir nada. Llevo desde noviembre, desde la muerte de Ceci, procesando un duelo largo, tan largo como fue el descuido en que la tuve toda su niñez y el esfuerzo que hice después para recuperarla. Un esfuerzo largo y áspero. Muchas veces, muchas, antes de irme a dormir, cuando reviso alguna parte de la casa que está a oscuras pienso que voy a verla por ahí esperando para hablar conmigo, con su sonrisa de mazorca; no su fantasma, sino a ella, aunque, claro, ya irremediablemente muerta. En esta sensación no interviene para nada el mundo de los fantasmas; eso, si acaso, lo pienso después, cuando elaboro la posibilidad de que ocurriera. Pero más bien son centavos del óbolo que me voy dejando en el cepo de mi memoria a favor de la reconciliación permanente y el abrazo de nuestras almas, figura espiritual y retórica que acabará en cuanto me muera yo.

Pues eso son: fotos, recortes de periódico, impresos de promoción de mis obras de teatro, y así. Cosas que veo poco a poco tratando de seguir en ella la huella de su padre. Pero no he terminado, apenas he visto una parte y no tengo la menor intención de describir de lo que trata. Si acaso, disculparme por haber dejado de cumplir con mi mínima cuota de aportación de una página nueva cada día en la mañana de Europa, mientras en América se duerme y nadie piensa en esta bitácora incumplida.

Entradas creadas 980

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba