La blancura de las sábanas

Qué alboroto había siempre en la calle Venustiano Carranza, una algarabía de rancio arraigo porque adonde ahora íbamos a buscar la tela para las sábanas había sido costado del antiguo mercado del Parián, el de la Plaza del Volador donde hoy está el edificio solemne de la Suprema Corte de Justicia que no logró desterrar de junto a sí el bochinche porque parece que hay calles que no olvidan su primera vocación; ésta, al menos era de una fidelidad escandalosa; de todo se vendía dentro y fuera de las tiendas establecidas, sobre todo gritos, voceos, clamores, llamadas y pregones. Porque había dos posibilidades: ir a El puerto de Liverpool –que me dicen y yo estoy escandalizado, que ya la compró El corte inglés, ¿será cierto?- y buscar en el departamento de blancos las sábanas adecuadas o hacer lo que hacíamos: ir a “La Comercial Mexicana”, que no era una tienda departamental con el emblema de un pelícano, como es ahora, sino un puesto grande, muy grande, de telas, y escoger entre los múltiples rollos de bramante crudo de algodón, según el ancho, los metros necesarios para hacer la cantidad de sábanas que mi mamá calculaba que hacían falta en la casa y que alcanzaba el dinero que traía para comprar. Era una tela cruda y basta que necesitaría mucha mano para acabar siendo suave empaque para acomodarse entre la cobija de lana y la persona a la hora de dormir, pero el precio no tenía comparación con las sábanas ya terminadas, blancas y ligeras, empacadas una por una, que se podían comprar en los grandes almacenes.

Escogido el ancho y cumplida la multiplicación de metros y las operaciones aritméticas del dinero con que se contaba para la transacción, unas grandes tijeras cortaban el inicio y las manos rasgaban de lado a lado la pieza haciendo volar un polvillo de apresto que quedaba flotando unos instantes. E irnos. Yo supongo que en eso terminaba la jornada porque ahora llevaríamos un paquete pesado de tela y lo mejor era caminar al Zócalo, a donde estuvo el primer emplazamiento del Parián que el bárbaro Santa Anna mandó destruir en el XIX y tomar el tranvía que nos dejaría justo enfrente de la casa. De alguna vez tengo el recuerdo de aquella mucha tela y mi mamá y mis hermanas midiéndola y cortándola en piezas que luego habría que dobladillar una por una en la máquina de coser; dobladillo pequeño en un extremo y ancho en el otro para que indicara las partes alta y baja de la prenda, y ya cosidas a lavarlas; lento, minucioso trabajo cuyo objetivo era deshacer el apresto de que la tela venía impregnada hasta volverla suave, y luego de muchos cambios de agua, exprimidas y vueltas a empapar y dejar en remojo, enjabonar cada pieza con abundante jabón de pasta y llevarlas a la azotea para tenderlas en el suelo al sol, con el encargo de que las blanqueara. No me acuerdo cuántas veces, cuántos días se repetía la acción, pero era hasta que las prendas quedaban completamente blancas y suaves para tenderse en las camas.

Odio las sábanas de colores y diseños, nunca en mi larga vida he comprado sábanas de fibras sintéticas y creo que ya jamás lo haré. En los hoteles y en las casas ajenas duermo incómodo porque la consistencia y el color de las telas me pica la piel y la memoria. Necesito mis fantasmas blancos, volátiles, etéreos, de bramante puro blanqueado al sol, para dormir tranquilo.

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