Se me cae la cara de vergüenza al ver la página de ayer pero ya no puedo regresar el tiempo y enmendarla –dice el hombre frente a la pantalla imaginándose a sus lectores que llegan muy serios a sus casas, cansados de trabajar y con ganas de entretenerse y olvidar el duro trajín del día, entonces encienden su computadora y abren el blog para ver qué encuentran pero se dan de narices con una salida en falso, y no porque siempre encuentren cosas que valgan la pena sino porque se hace el hábito y cuando no se halla el satisfactor queda un hueco desconcertante que no sabe uno cómo tratar-. Pero miren, la verdad es que en un año y tres meses no me había sucedido nunca, ni un día había dejado de asistir con la imaginación dispuesta a este foro en donde suelo plantarme y comenzar a improvisar. Una vez en El hijo del cuervo, hace ya muchos años, faltó alguien que tenía que hacer una presentación y el público estaba esperando a que empezara el espectáculo y yo me puse nervioso porque ni modo que saliera y les dijera pues fíjense que el responsable no pudo venir así que tómense su copa y vuelvan otro día. Había por ahí unos pantalones como diez tallas más grandes que la mía; me los puse amarrados a la cintura con un mecate, me puse un chaleco viejo y salí a escena. Y sin decir agua va comencé a contar la historia de mi vida; cómo fue que nací en buena cuna –creo- pero una serie de adversidades me llevó a la miseria y a la calle porque una nodriza casquivana me perdió en el parque, y allí tuve que empezar a ganarme la vida, o algo así; puros lugares comunes del melodrama pero de pronto vi que llevaba más de media hora contando idioteces y la gente estaba muerta de la risa, que era de lo que se trataba. Hice el show completo y quedé muy satisfecho de haber salvado la noche. Lo repetí muchas veces, hasta que se deslavó del uso y no me quedó nada que recordar
Y ya que me permitieron tocar este registro, déjenme que siga hablando de improvisaciones. Para mí el espectáculo de humor del cabaret estaba sostenido en una idea vaga de lo que iba a tratar y se construía en escena a base de improvisaciones. Un día se me ocurrió que iba a contar la historia de Blancanieves y comencé metiendo a unos espías rusos –que hablaban en ruso, por supuesto, de donde me llevé el cuento a las estepas siberianas- que me acababan de abordar en el camerino porque con la Prestroika –eran esos tiempos- andaban buscando por todo el mundo a los sobrevivientes de las casas reales –Blancanieves entre ellos- para restaurar la monarquía. El despropósito era sumamente hilarante, y mientras yo me pudiera reír de mis propias invenciones –así fuera muy por adentro- podía seguir improvisando; no recuerdo cómo terminaba pero lo que más me divertía era la aparición de la madrastra desde la preparación de la manzana envenenada hasta que se la daba a comer a la pobre chica.
Tengo muchas anécdotas de improvisaciones pero ya será otro día que saque alguna otra de la chistera y se las cuente; hoy, por lo pronto, les renuevo mi petición de disculpas por el desfiguro que hice ayer.