Aguas con el Zócalo

La carcasa, el armazón es lo que me despertó, lo que me duele; si pudiera voltearme y acomodarme sobre el otro costado estoy seguro de que lograría seguir durmiendo pero voy a tener que esperar a que se ablanden los huesos y se les afloje la carne que tienen apretada alrededor para poder echarme otra pestaña. Dormí cuatro horas seguidas en blandito y una más como montado en mula serrera que me llevaba a los tropezones y jaloneos hasta que ya no quise y me levanté. Le estaba dando vueltas con cierto regodeo al tema del Zócalo de la ciudad de México. La primera heterodoxia que se me ocurrió cuando participé en el primer gobierno democrático del D.F. fue organizar un baile público y gratuito con Celia Cruz. ¿Ya preguntaste si se puede bailar ahí?, me dijo una colega de alta jerarquía política sorprendida por mi ocurrencia. ¿Y quién nos lo va a impedir si el gobierno somos nosotros?, le contesté. No, pero cerciórate de que no haya restricciones constitucionales o limitaciones del uso para ceremonias oficiales. Así nos tenía acostumbrados el PRI; la ciudad y el país estaban enajenados, había que pedir permiso para usarlos. O eso era lo que nos habían grabado en lo profundo del alma.

Mucha gente no se acercó a este primer concierto porque creyó que era una tomadura de pelo, que se trataría de alguna imitadora de la cantante, pero corrió la voz de que sí era cierto y los conciertos se fueron llenando de todo ese mundanal que había sido siempre testigo de los grandes espectáculos internacionales que pasan por la ciudad pero a los que no tiene acceso porque las entradas más baratas cuestan lo de varios días de salario mínimo. Sí hay, pero no para mí, era la sensación colectiva en muchos millones de capitalinos. Luego ampliamos el espectro y comenzamos a hacer grandes exposiciones, presentaciones de poetas, ferias del libro y celebración de fiestas populares. La plaza se transformó, por obra y gracia de su uso real en un centro cultural de ingentes proporciones; mucho más que un estadio o que el auditorio más choncho que haya. El siguiente gobierno deshizo la infraestructura que armamos y cambió el signo de las presentaciones de artistas; al carecer de una política cultural propia se las cedió a los promotores comerciales, pero continuó usando el espacio como centro de cultura.

El actual ha tenido una visión más moderna y de mejor marketing; llegó al colmo de armar una pista de hielo gratuita para los capitalinos o de montar allí algún congreso internacional al aire libre. Su vocación cultural organizada y madura está entrando a los cánones modernos. Pero ya saltó la liebre. Ayer una senadora del PRI presentó una iniciativa para que el Zócalo pase a ser jurisdicción del gobierno federal. Puede ser una batalla dura y encarnizada, sobre todo si quienes defiendan la posición del gobierno de la ciudad lo abordan desde un punto de vista de política territorial y luchan con las puras armas institucionales. Se trata de una batalla de más calado; una batalla de la ciudad contra su clase política y el uso patrimonial del país. Hay que tomar en cuenta a la gente y hacerla entender lo que está en juego. Hasta ahora es un espacio ganado, de alta carga simbólica; simplemente hay que reforzar su uso con un programa fuerte de política cultural que la ciudad comprenda y asimile como propio y ella lo defenderá. Y luego dicen que la cultura es suplementaria.

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