Cambio de filetes

Hay noticias que salen en la prensa que nos hacen dudar del sentido común, el ajeno y el propio. Ésta, por ejemplo: que un carnicero fraudulento vendió a siete restaurantes de Barcelona quinientos kilos de solomillo de cerdo etiquetándolo como de ternera (en México llamamos filete a ese corte que aquí llaman solomillo), y los restaurantes daban gato por liebre, es decir, cerdo por res. Otras dos toneladas de lo mismo vendió a comedores colectivos. Y sólo lo descubrieron cuando por fin alguien se dio cuenta por las etiquetas y los registros de empresa y lo denunció. No sé si ustedes se acordarán de algunos pasajes de las Novelas Ejemplares, de Cervantes, o de algunas obras teatrales de Lope de Vega o de Shakespeare, o de muchos otros autores, en las que las mujeres se visten de hombre y nadie las descubre aunque anden entre sus propios padres, hermanos o enamorados, hasta que ellas mismas, para dar la lección moral de la comedia, revelan su verdadera identidad. Pero lo que hay allí es una convención literaria, un sobreentendido que los lectores están dispuestos a aceptar a cambio de que su complicidad les reporte entretenimiento y atisbos de la condición humana.

Lo que no me cabe en la cabeza es que los dueños, los cocineros, los gerentes, los responsables de siete restaurantes de la vida real reciban trozos de cerdo y crean que son solomillos de ternera, y que los preparen y los despachen, y los comensales, que han pedido ternera, (que además es más cara y apreciada) se los coman como si nada y se vayan muy contentos y con la panza satisfecha. El tamaño, el color, el olor cruda y mucho más al guisarla, son completamente diferentes, ¿qué cocineros pueden ser los de siete restaurantes que no se dan cuenta de que están sirviendo puerquito donde les pidieron vacuno? ¿y qué ensalmo o brujería puede hacer que los que pidieron solomillo de ternera y les sirven filete porcino anulen su memoria gustativa y acepten el trueque? No; tiene que haber alguna explicación, no puede ser que el gusto español esté tan degradado que no perciba la diferencia.

Una sola cosa se me ocurre: que se trate de restaurantes de nouvelle cuisine en los que en un precioso plato cuadrado con una esquina levantada les despachan un trozo de carne con salsa de kiwis a las siete especias (romero, tomillo, albahaca, pimienta cayena, estragón, salvia y mejorana) acompañada de un suspiro de menta dulce y sal en trozo, sobre un enrejado de caramelo de pomodoro a la canela con frutos de mar, ligeramente trufado. Porque entonces el desmadre gastronómico es de tal confusión que lo que menos importa es si la carne es de avestruz, de camello o de soya. ¿Pero sería tan listo el estafador como para haber escogido su clientela con tanto refinamiento? ¿Y las dos toneladas vendidas a comedores colectivos? Quizás se trate de lugares asistenciales de comidas gratuitas para menesterosos, pero ¿tan generosa es la beneficencia que suele dar los cortes más caros de carne a sus pobrecitos? No, todo es confusión. O será que la realidad es así y por eso la opinión pública es tan manejable para los medios y para los discursos políticos. Deveras que no le encuentro pies ni cabeza.

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