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La bestia que come horas

La sueltan el sábado en la madrugada cuando ya nadie está alerta, cuando prácticamente todos los trabajos están hechos y aquellos que requieren continuidad están, la mayoría, automatizados, cuando el músculo colectivo está más relajado y quienes no duermen están en la fiesta, en el paraíso de volutas magníficas de la conversación, en la reiteración del trago que propicia el acercamiento de los cuerpos, en el abismo personal de las desolaciones; cuando la distracción ha comprado a precios distintos la atención de unos y de otros y no hay ya disciplina en las miradas ni forma de ordenar un frente que encabece la defensa y ofrezca la batalla, le abren la jaula de ese lugar mítico en que la tienen encerrada y hambrienta y la dejan ramonear en todo el territorio, arramblar con las horas de todos, devastar el campo de la continuidad. Sacan a la bestia que come horas cuando nadie puede encabezar la resistencia y ésta se va jamando los sesenta minutos de la cuenta de cada quien sin ningún recato y resulta que uno amanece el domingo sin haber completado la dieta de sueños que le correspondía y con la sensación de que ya es tarde. Sí, una hora más tarde, así, sin más ni más. Y todavía, para más humillación, los medios nos avisan que hay que adelantar los relojes de las dos a las tres de la mañana.

Así que la mañana del domingo tiene una mordida. Y duele. Estaba yo soñando que luego de pasar una pequeña barranca en la que había un río de muy poco caudal pero antiquísimo llegábamos a unas ruinas que estaban restaurando unos chicos y chicas muy simpáticos; se llamaba La casa de las tinajas, pero las tinajas eran como esas inmensas jarras blancas esmaltadas que se usaban para llenar las jofainas antes de que hubiera salas de baño en las habitaciones, y las jarras, aunque estaban muy completas y blancas, quizás con sus bordes azules, tenían algunas escarapeladuras como las que siempre se les hacían a los recipientes de peltre; todas las bóvedas estaban profusamente pintadas con motivos alegres y colores frescos y me contestaban los restauradores que no había en ello más que afán decorativo, voluntad de belleza; de pronto, uno de ellos dijo que cómo no tenía cámara para retratar a esas prostitutas y yo le ofrecí mi teléfono móvil; toma la foto, le dije, yo luego te la mando por internet. Y enseguida me desperté, así temprano, como digo, pensando en el poema que corresponde al día de hoy.

La primera vez que leí este poema en voz alta -se lo leí a Milagros-, me vino a la mitad un llanto incontenible y fuerte, y debo decir que, en general, no soy llorón, que me quedó grabada a fuego la tontería cultural esa con que lo enjaulan a uno desde niño de que los hombres no lloran, que no sé de dónde sacamos, porque en lo que yo he leído, los héroes lloran cuando vale la pena y es necesario, y allí está el llanto tristísimo de Aquiles por Patroclo cantado sin recato; Rodrigo Díaz de Vivar sale de Burgos desterrado: “los ojos de mio cid mucho llanto van llorando“; me parece que en lo que ha reconstruido del pasado prehispánico don Miguel León Portilla, no hay empacho en llorar cuando la cosa lo amerita. Lloré sin poderme contener, con una desolación inmensa: qué corto es, ay, demonios, qué corto es el lapso de la vida y cómo nos reproducimos con tanta abundancia para suplir la brevedad del plazo. Y con esa percepción, la de que no pueda haber coincidencia con quien pasado un tiempo sabrá leer mis poemas. Sólo hay coincidencia en el tiempo a través del arte pero la vida no tiene duración ni podemos empatarnos unos con otros. No me pasó cuando lo escribía, me pasó al leerlo por primera vez en voz alta. No tiene que ser significativo, tampoco, el que me haya pasado tal cosa. Quiero decir que el poema es el poema y a mí me produjo tal reacción anecdótica.

HAY UN MUCHACHO

Hay un muchacho, ahora naciendo, formándose
en el limo impredecible de la vida,
que leerá lo que yo escribo
y comenzará a construir su vida con estas palabras.
De paso irá construyendo la mía.
La que me hubiera gustado.
Así es el orden de las cosas.

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura49hayunmuchacho.mp3]

Procesión en calle nueva

De un año a otro cuánto cambian las cosas; si uno se fija en la descripción que ha hecho de una calle y al año siguiente coteja sus recuerdos (o sus anotaciones o sus poemas) con la realidad, verá que el movimiento de la vida es continuo. El año pasado, por ejemplo, la calle en la que vivimos tenía unas aceras estrechísimas acotadas por bolardos, unos pequeños postes metálicos encajados en el suelo con objeto de evitar que los coches se estacionaran, aunque lo hacían en un lado, de manera regulada y con parquímetro, y el pavimento del arroyo estaba todo roto y parchado y enseñaba por aquí y por allá las huellas de cuando fue calle empedrada; no se podía ir de a dos, cosa tristísima desde cualquier lado que se vea y era común golpearse las piernas con los malditos bolardos. Hoy, en cambio, es una magnífica calle peatonal sin aceras y sin coches, lo que le da una sensación de anchura que se agradece; ahora tiene árboles que apenas van a vivir su inicial Primavera al aire libre, farolillos anticuados que sustituyeron las modernas luminarias y le dan un toque nostálgico y elegante y algunas bancas para sentarse a descansar o a ver pasar a los demás. En el suelo hay inscripciones de bronce que indican el lugar donde estuvieron las casas de los escritores. Donde había una librería hoy hay un estudio de yoga, y donde daban clases de chino ahora hay un letrero de se vende. Abrieron, junto a la farmacia, una clínica veterinaria que no he visitado por razones obvias. Los dos antiguos puticlubs que había ya cerraron, y un señor alto, viejo, elegante, que solía pasear por aquí con chaleco y bastón y con quien intercambiaba siempre un saludo respetuoso, ha dejado de pasar, o más bien dicho, ha pasado a otra dimensión donde seguimos inclinándonos la cabeza cuando nos encontramos.

Ya están anunciando las procesiones de Semana Santa. De la iglesia de Medinaceli que está a cuadra y media, sacan la imagen venerada y la pasean por el barrio en un espectáculo que todos los años he visto desde la ventana. Ah, si lo vinieran a ver con nosotros mis amigos. Los aromas del incienso, rumbo al cielo, en donde son tan apreciados, ascienden por este tercer piso y untan su místico mensaje en los balcones. La procesión avanza con tal lentitud que pareciera que cuando acabe va a quedarse todo quieto hasta que vuelva a ser Semana Santa. Estaba calculado que cupiera exactamente en el espacio que quedaba libre entre los coches estacionados y la acera contraria; pero ahora, este año, ¡qué holguras va a tener! Van a poder mover para un lado y para otro al Cristo, cuyos costaleros hacen la faena con precisión y alegría al son de las solemnes músicas que acompañan su frente coronada de espinas y su sangrado rostro y no faltará quien le cante una saeta sin tener que sacar medio cuerpo entre los coches. Qué distinta va a ser este año la procesión. Volverán a salir todos los vecinos y esta vez habrá espacio hasta para invitados y curiosos que aplaudirán los pasitos retozones que hacen que la imagen dé la impresión de que se atreve a bailar de gusto. Un poco de paganismo, digo. Estamos en Madrid.

CREPÚSCULO
La tarde pone un huevo en el horizonte, rojo,
encendido, loco, lo sé,
y con él se precipita la acción que desemboca en la noche,
apocalíptica, se podría decir,
o así se vería al menos el panorama desde la perspectiva de esta calle,
antigua Cantarranas, seguramente por lo que evoca,
en la que vivimos Miguel de Cervantes Saavedra, Lope de Vega,
Marcos Ricardo Barnatán, Milagros , yo…
no en los mismos años pero sí en las mismas proporciones urbanas,
o sea, mismas distancias físicas entre casa y casa, vida y vida;
comparecen también don Francisco de Quevedo, en la otra esquina,
David Cabello, nuestro abastecedor báquico y amigo,
unas pizzas, una librería de viejo, una farmacia,
un puticlub cuyas ancianas meretrices cerraron hace poco y se fueron,
como se va desvaneciendo el eco con la pena,
una verdulería, una escuela donde enseñan chino,
el restorán Pereira, la fábrica de churros de Miguel y Gregorio
a donde podía comprar el Fénix en pijama
y ve tú a saber cuántas centenas y miles de personas
desde que se trazó la calle y se construyó la primera casa
cuyas apasionantes historias no sabemos,
los que vivieron en siglos anteriores amasando el tiempo
que cada vez compendia el total en la suma del instante;
así se vería el cielo si no fuera porque los edificios no lo permiten
aunque la orientación es más o menos apropiada;
y ¿qué, qué tiene que ver esto con el crepúsculo, con la caída de la noche?
tiene que ver con el alma, y ya es bastante.
Y como el alma, no se ve.


Escúchalo:

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura47crepusculo.mp3]

Frío y sangre aguada

La Primavera que celebré la semana pasada se fue al desván, al altillo, al trastero, a la porra, y en su lugar volvió a imponerse el viejo Invierno de las barbas blancas que va siempre con la boca abierta de la que sale un hálito que corta la carne e interrumpe el flujo de la sangre, es el aire helado que tiene el pobre en las entrañas, y como está fatigado, su resuello se acelera y sopla más de lo que sería bueno para el mundo. Así es todo el tiempo la lucha que se traen entre sí las Estaciones, que pertenecen al reino de lo divino. Ante lo que nosotros no somos nada. Abrigos y bufandas, gorros y guantes, y rota la ilusión de andarse paseando tranquilamente por las calles; vas a donde vas y cuanto antes te metas a resguardo, mejor; porque así como es gratísima la Primavera sabe ser el Invierno un maldito incordio. Hasta cierto punto, porque acá, la verdad, nunca hace frío que dure más de unos cuántos días ni cielo que se nuble más allá de tres o cuatro. Madrid y sol. Hace frío pero ahí está el solezote con su alegría de fiesta, así que apechuguemos y aguantémonos esta semana que la próxima habrá de nuevo aires cálidos que nos renueven.

Mientras tanto yo seguiré tomando mis licuados de berros, espinacas, perejil, piña y jugo de naranja y comiendo mis deliciosos platos de frijoles caldosos y mis jugos de carne con la esperanza de que mi hemoglobina, prima hermana de las flacas aquellas de las que ya me he expresado en anteriores ocasiones, se convenza de que unas poquitas de formas no le harían mal, que subir tantito su apariencia la haría sentirse mejor y encontraría mejores partidos, porque otra vez ayer me sacaron sangre, y no, por abajo del límite requerido para entrar en batalla. Ya ni en las pasarelas de modas las dejan andar. Lo peor es que con la rica dieta de hojas verdes aumenta el poder de coagulación de la sangre y crece el riesgo de trombosis, un amor.
Esto que sigue no tiene ninguna miga ni nada que comérsele, es un puro juego, un ejercicio de diccionario pero si me pongo “moderno” puedo argüir que se trata de mostrar lo difícil que es la ortografía y lo útil que puede ser para decir distintas cosas con palabras iguales pero de escritura diferente. Todos nos acordamos de aquel que nos enseñaron de niños. “Vaya con la yegua baya que saltó la valla”. También hay situaciones, sentimientos, emociones, conceptos, que son iguales a otros en apariencia pero tienen un matiz diferente en nuestra ortografía personal; aprender a diferenciarlos sí que tiene miga. Y que se puede usar el complejo andamiaje del idioma también para jugar.

EJERCICIO DE ORTOGRAFÍA

Tápale al caballo los ollares
y lleva la olla de hollejos cabe la hoya vieja;
allí le limpiarás el hollín, cavarás un hoyo,
aquel que escarbaras en cavidad que no huelle el entorno,
y oyes con aquiescencia el aquillado maquinar del aire
donde no la viertes al viento abierto
sino la cubres con la secrecía de tu benevolencia;
mas no haya más si no te hallas allá: te vuelves.

Escúchalo:[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura46ejerciciodeortografia.mp3]

Un mes

Hoy se cumple un mes de que empecé a escribir para esta página cotidiana. No he dejado de hacerlo un solo día. Un mes apenas y yo ya siento que soy de aquí. Me muevo como en mi casa, aunque todavía no tengo rutinas, todavía no hago un lenguaje recurrente con sus muletillas y sus puntos de apoyo. Ojalá que no lo haga. Aunque hay cosas que son inevitables: el cuerpo se acomoda a sus condiciones, la inteligencia también; la sensibilidad es la que puede salvarlo a uno. Alerta.

Y hace un mes decía que qué bueno poder publicar uno mismo sus poemas sin tener que depender de los editores. Tengo que matizarlo. Han entrado un montonal de lectores; un montonal, considerando que este es el blog de un poeta y no hay crónica deportiva, no hay reseñas sociales ni chismes de artistas ni reportajes de asesinados, violadas, secuestros, inmolaciones, y salvo alguna tímida opinión, ni siquiera el espectáculo de la política. Ayer, no obstante, llegamos a un pequeño Everest de nuestras gráficas: cien lectores. Ni aunque nos lo hubiéramos propuesto y el tirano interior hubiera dicho: cuando se cumpla un mes quiero que el contador anuncie cien. No se imaginan lo bonito que sentimos.

Ya sé que los casi mil que han entrado no son mil distintos sino un montón de repetidos; hay quienes se han encariñado con la página y vuelven a ver qué derroteros tomó hoy, pero el que ayer fueran cien (¡exactitos, en el último minuto cayó el número cien!) quiere decir que eran cien distintos porque no me parece razonable pensar que unos poquitos están abriendo y cerrando la página nomás para marearme, o por maloras. O sea que hay muchas personas que leyeron el poema que publiqué ayer, cien. De entre ellos algunos habrán leído muchos de los anteriores y quizás hayan quedado convidados a volver. Y tal vez algunos que han entrado otras veces ayer no pudieron hacerlo por angas o por mangas y ya lo harán luego.

Pero de lo que no puedo apartarme es de la idea de que esto no es un libro, de que la virtualidad en la que aparecen los poemas en este medio parece anunciar su temprana caducidad. No veo a las generaciones futuras rescatando de las brumas del ciberespacio poemas de un señor que los publicó en la primera década del remoto Siglo XXI. Claro que yo me formé en un mundo carente de virtualidad y la imaginación que tengo es adecuada a lo que soy. Ni se me ocurre cómo serían esos rescates, si es que llegaran a existir. Por tanto, no desecho la idea de que tarde o temprano, además de aquí, aparezcan en papel, aunque sea en una edición limitada, como son todas las de poesía. Y como están todos mis libros anteriores. Aunque digo que hay que matizar porque las verdades y las conclusiones no necesariamente son buenas: qué tal que todos mis libros desaparecen porque fueron hechos en el frágil papel del Siglo XX que en cien años más habrá desaparecido por la autodestrucción a que lo condena su acidez debida a los procesos de su elaboración industrial y lo que pervive (qué necios, qué vanos, qué inútiles de pensamiento somos los poetas) es precisamente lo que está en este soporte.

Claro que lo mejor sería poder estar uno en persona para ver por dónde va la cosa. De eso, más o menos, trata el poema que corresponde a esta celebración. ¿Cómo se dirá? ¿Mesiversario? ¡Pues felicidades, Milagros, por nuestro primer mesiversario de blogueros!

ELIJO LA LONGEVIDAD

Elijo la longevidad de mi abuela, la que vivió 99
( y eso porque no le dimos aliento para seguir,
porque estoy seguro de que con un poco de estímulo hubiera vivido siquiera diez años más,
pero en ese momento quién iba a saber
que el valor más preciado de la vida es vivir?) y lo elijo
tomando en cuenta que ya no se tiene el vigor
ni la sana despreocupación que se tenía cuando
el cuerpo era una alegría personal dispuesta a todo.
No, ni siquiera era eso, sino el paso natural de la vida
que no se mira a sí misma sino cuando se agosta.

Porque, a ver, qué pide el cuerpo, pensando que ya puede terminar su ciclo natural: ¿pide demencia o pide sensatez?
Pide clemencia. A sí mismo, antes que nada. Porque
la poquita fuerza que representa la vida individual no tiene más remedio que plegarse a un colectivo en el que
el mísero mortal es el agente número uno en la cadena,
el que imagina lo que va a decir y eso lo mueve
a componer a su sabor el largo discursillo sin relieves
que lo ponga en medida de lo que los demás entienden.
Hecho eso, compromete el sujeto su talento, su día a día
trabajando, discurriendo, imaginando, creando
el místico sueño de la vida.

Y se atreve a demandar que se alargue el plazo inevitable,
aunque sé que a nadie se le puede pedir, que no hay destinatario,
que la cosa es como es y eso no tiene comandante que lo rija
más que el azar que a falta de otro nombre decide el hasta cuándo
y hasta dónde. Y encima de tal conocimiento, mudo por dentro y azorado,
yo me atrevo a elegir lo que considero mejor para mi alma: ciento
cincuenta, doscientos…

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura44elijolalongevidad.mp3]

Mangos y refranes

Me mandó María Aura unos mangos de manila que están esperando el momento preciso para nuestro encuentro, ese momento mágico en que el mango está en su esplendor máximo, cuando la piel se arranca sin que queden trozos adheridos a la carne ni la pulpa se venga, fofa y desfibrada, pegada a la cáscara; ese momento de su clasicismo en que lo ácido está plenamente identificado con lo dulce, en que el olor a fruta se corresponde de tal modo con el perfume poco a poco emanado que uno puede imaginar la sacralización de la naturaleza como algo completamente natural, y si cierra uno un poco la boca al morder, como si sonriera, no puede evitar que el jugo escurra rebasando el contenedor de los labios y chorrée por la barbilla rumbo a la camisa limpia y recién planchada. Están esperando, digo, porque María los compró un poco verdes para que resistieran el viaje transoceánico.

Sonó el timbre, acudí al telefonillo, pregunté quién era: Servicio de Transportación Frutícola Transmarítima a Domicilio, me contestó José Sanchis, que fue el Mercurio encargado del mensaje porque venía de México; y me los entregó con lealtad plena de amigo, sin haberles dado ni una mordida, sin sisar la mercancía, sin quedarse con un diezmo. Toma, esto te manda María. Y aquí estoy, esperando ese momento prometido de meterles el diente. Justo en el día en que comienza la Primavera, aunque acá haya decidido el Invierno jalonear la cobija, incordiar a los demás, irse por la mala.

El año pasado cuando fuimos a México ya había terminado la temporada y acá no se consiguen; esos, los de manila (aquí manila lo uso con minúsculas porque aun siendo el nombre de un país se refiere a un gentilicio frutícola tan conocido y usado en mi tierra que es adjetivo común, aunque sea divino); porque sí se venden los que nosotros llamamos mangos petacones, que se importan de Ecuador, de Colombia y de otros países de América y creo que de África, pero no tienen comparación, aunque sean de la misma especie; son como una iglesita de rancho frente a una catedral, les falta un punto de armonía entre el perfume y el gusto; maduran mal porque la ingeniería genética que los prepara para viajar y esperar su turno mercantil no ha llegado al punto de perfección. Otra cosa se puede decir de las papayas, que sí tienen ya la estatura que se les puede pedir a las frutas importadas. Ah, si algún comerciante decidiera importar jícamas e imponerlas en el verano inclemente con limón y sal y su chilito piquín… Pero me estoy distrayendo, estoy perdiendo concentración y yéndome por peteneras. ¡Al mango, señores! ¡Al mango de manila! A ese milagro de la perfección frutícola.

Y a propósito de milagros: teníamos María Cortina, Kiko Helguera, Eduardo Vázquez y yo un programa de radio todos los lunes por la noche en la estación de un centro cultural importante en Madrid y durante todas las primeras emisiones se me ocurrió echar al aire, tras el silencio de la rúbrica, un refrán, siempre un refrán que tuviera que ver con los milagros. Porque, claro, la radio siempre me ha parecido un milagro, ya no digamos la tele y ahora el teléfono portátil con el que se puede uno conectar a internet, milagro de milagros. Si la primera palabra que sonaba era esa, los radioescuchas acabarían comprendiendo que había un culto a lo imponderable, a lo fortuito, a lo completamente sorpresivo en el programa. Cada uno de los refranes, aquí incompletos, merecía una explicación, su traducción, digamos, a lo que podría ser el uso actual y con eso arrancaba el programa. Como no tengo refranero en casa ni me anduve por esas maravillosas librerías de viejo que abundan en Madrid buscando las añejas ediciones, resolví mi necesidad, como los pobres, inventando. Aunque ahora que lo digo, a lo mejor tenía también otras segundas intenciones…

REFRANES DE MILAGROS

Milagros de sacristán
pellizcos de capellán

Milagros hace la rueca
que el hilo en bayeta trueca

Milagros son los aromas
de los caminos a Roma

Milagros de aldea sencilla
trampantojos en la villa

¿Milagros, milagros dices?
sólo Dios y las perdices

Milagros hace la vieja
con la aguja y con la rueca

Milagros son en la tierra
como paños en la guerra

Milagros hacen los santos
y los lirios otros tantos

Milagros hacía la tía
los hacía y los hacía…

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura43refranesdemilagros.mp3]

De los pelos

Como a la semana de que me pusieron por vez primera quimioterapia, al estarme bañando me di cuenta de que el pelo se me caía con tal profusión que seguramente no me duraría para el resto del mes, como el gasto. Pues a la pelu, dije, y Antonio, el peluquero, que me acababa de hacer un corte bastante coquetón, cogió la rasuradora y me peló a cero; de la frente al cogote, plis, plas, y listo. Una sensación rara porque nunca en mi vida me había rapado; ni siquiera cuando todos los jóvenes de mi generación lo hacían que era al entrar a prepa, el preuniversitario: o llegabas con la cabecita limpia o te la limpiaban entre los mayores de mala manera, se llamaba “la perrada”, y no había más que ir ese mismo día al peluquero con la humillación de las mordidas de burro en todo el jardín de la chompeta; pero digo que ni siquiera entonces porque yo no entré nunca a bachillerato, ni hice con decoro los años escolares previos. Pero me veía bien; ahora, digo; raro pero bien; siempre pensé que tenía más fea la bola superior. Con objeto de no hacerme mala sangre me tomó Milagros una foto y se las mandamos a los amigos, que jamás se imaginaron que me verían así.

Tengo otra imagen, la de las caricaturas, en donde jalarse los mechones de pelo hacia los lados indica desesperación, pero por más esfuerzos que hago no logro recordar una sola ocasión de la vida real en la que alguien se jale el pelo con ese motivo; lo más que recupero de la gestualidad colectiva sería alguien que se lleva ambas manos a la cabeza y mete los dedos entre el cabello tirando hacia atrás e inclinando hacia abajo la cabeza. Supongo que algo así habrá hecho ayer José María Aznar, que tiene cabellera tan abundante, cuando un prominente diputado de su mismo partido declaró que en su opinión fue un error político “la foto de las Azores”, aquella que circuló en la prensa de todo el mundo, previa a la invasión de Irak, en la que están Blair, Bush y Aznar con una linda sonrisa de muchacho contento porque lo admitieron los grandes en su juego, avisándole al mundo que a pesar de la oposición de la ONU ellos solitos van a acabar con los malos. Y digo, porque cuatro años después, y con su arrogancia, José María se ha de sentir muy mal, muy mal.

Hay otros motivos con pelos, por supuesto; algunos preciosos como las cabelleras de las chicas que anuncian champús en los programas vespertinos de la televisión, la hora en que las señoras que han perdido la lozanía y longitud del cabello ven la tele; o las cabelleras míticas, como la de Lady Godiva, que confía a su cabello el resguardo de su pudor, o la de Venus saliendo de la espuma según Boticelli, que tuvimos luego el privilegio de ver en persona con Uma Thurman en el Barón de Munchausen, la película de Terry Gilliam filmada en las auténticas ruinas de la Guerra Civil en la ciudad de Belchite, en Aragón; la cabellera de Rapunzel, que era su vínculo con el mundo porque a través de ella subían a su torre la bruja o el príncipe; o la cabellera espeluznante de Medusa, una de las tres hermanas Gorgonas, que tenía tan malos pensamientos que en lugar de cabellos peinaba serpientes y todo el que la miraba quedaba petrificado. En fin, pelos hay muchos, y este breve poema, acude a un gesto que todos entendemos: sirve para definir una sensación que todos, en mayor o menor medida, conocemos.


MIRAR EL MUNDO

Cógete el pelo,
si lo tienes,
jálalo
y grita un poco
porque es
la única manera
de acreditar tu miedo
y que te crean.

Cosas del Paraíso

Ya nomás me apuro a escribir la entrada de hoy lunes y me voy corriendo a preparar el desayuno porque va a llegar Milagros de la piscina y viene con un hambre… Un parlamento así qué esperanzas que fuera posible en el lenguaje en el que fui educado. Mandilón, regañado, mariquita sin calzones, se los quita y se los pone, en tu casa quién manda, ya no se sabe quién trae los pantalones. Pero la verdad es que oigo pasar todos esos comentarios y otros peores bajo la capa de mi conciencia (so capa, se decía antes, qué bonito) y no me siento mal, buen trabajo de reeducación el que he hecho conmigo mismo. Sin contar con que tengo apoyo legislativo: se acaba de aprobar en España la Ley de Igualdad, que obliga a trato equitativo para hombres y mujeres en todos los órdenes de la vida, el laboral, el social, el de apreciación, el doméstico, gulp, porque mal que bien las mujeres siguen ganando menos que los hombres por trabajos iguales y tienen menos oportunidades de ascenso, sobre todo a puestos de dirigencia, tanto en las empresas como en la política, y preparar el desayuno es fácil, sin contar con que a mí la cocina siempre me ha parecido un ámbito creativo y me siento rete bien en ella. Acá no crean que hay que preparar peneques de queso con caldillo y frijolitos refritos, ni huevos al gusto, ni nopalitos navegantes, ni chilaquiles con pollo deshebrado y su huevito estrellado, ni quesadillas de zaguán con su salsita verde ni nada que se parezca a los poderosos desayunos mexicanos; no, sólo desayunamos fruta, te y algún panecito dulce, y eso porque a mí me gusta el tema de la fruta y aprovechamos y nos ponemos en el mismo tazón frutos secos: nueces, pasas, piñones, y cereales: que si avena, que si amaranto, lo que nosotros llamamos granola y acá le dicen muesli, y así, porque si nos atuviéramos a la regla desayunaríamos el te y un bollo y cuando mucho un zumo de naranja, que es lo que se estila.

En el Paraíso no había anafres ni sartenes ni ollas, ni fregadero para lavar los trastes; no se había inventado el aceite ni se cultivaba nada, ni milpa ni huerto, ni noción de trabajo, pero tampoco había fast food ni platos desechables por lo que la bronca que nos han dejado a la imaginación es mayúscula. ¿A poco nomás comían fruta recién cortada de los árboles, con la excepción de aquellita? ¿Y qué: los huevos se los comían crudos agarrados de debajo de la gallina? Si no había cultivo no había frijol ni lenteja ni garbanzo, ni maíz, claro, si andábamos por la Mesopotamia y el maíz se inventó en Tehuacán, y si se les antojaba un conejito a las brasas o cualquier otra proteína, qué harían. Nimodo que con las puras frutas comidas con todo y cáscara -¿o escupirían la cáscara?, porque no había cuchillos para pelarlas- hubieran llegado a la edad adulta y tuvieran el coraje de comerse aquello. Y después, ya expulsados, el trabajo que les habrá costado prepararse un chocolate para la merienda. Allí debe haber empezado la cosa: órale, mi reinita, a sonarle al metate que se nos llena de gorgojo el cacao.

En fin, que seguramente me apareció el tema del Paraíso pensando en las manzanas, que las pobres están cada vez más desnaturalizadas; tal es el tema del poema que corresponde al día de hoy.

MENSAJE DEL PARAÍSO

Hay que dejarla en paz:
entre todas las prodigiosas
transformaciones que habéis hecho
ninguna ha sido tan devastadora:

“Descubren levadura que impide
la putrefacción de la manzana
cuando está en refrigeración”,
dice hoy la prensa.

La habéis hecho pagar su culpa
hasta quitarle todo lo que la hizo
originalmente deseable por sabrosa,
por malvada y por perecedera.
Y ahora le queréis quitar la muerte.
Qué saña.

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura41mensajedelparaiso.mp3]

La bruja

Está claro que cometí un error; no debí comprar los lentes en la vieja óptica de la calle Madero en donde los compré, sólo estaba de visita en México y aunque fuera cliente de muchos años de ese establecimiento, al no permanecer en la ciudad no podría exigir que se hicieran cargo de mi satisfacción plena. Llegaron bastante después que yo a España y su acabado, a pesar de la tardanza, dejaba mucho que desear: les faltaba ajustarse a mi cara, lógico, y a los pocos días me di cuenta de que necesitaban una general apretada de tuercas, si es que unos términos tan rudos pueden usarse para unas ligeras gafas que apenas van más allá de los cristales graduados con los que miro al mundo y las patitas delgadas con que se cuelgan del trampolín de las orejas. Claro, fui a dar a la óptica de la calle Espoz y Mina, de la que soy cliente en esta ciudad, y les pedí que me hicieran los ajustes necesarios. Con el rabo entre las patas tuve que decirles que me las habían mandado a hacer mis hijos, para justificar el que no las hubiera comprado aquí y les pidiera, no obstante, que se hicieran cargo de su presentación final. Lo primero fue dejarlos para que los mandaran al laboratorio a cortar los tornillos excedidos, que de fábrica vienen sobrados para adaptarlos al grueso de los vidrios pero una vez montados es necesario cortarles el remanente; así de malhechotes venían, y luego, tres o cuatro días después, valido de mis viejas antiparras -y no tan viejas, pensándolo bien, y todavía con mucha vida útil, si nada más fue un prurito de actualización en la graduación lo que me llevó a aprovechar mi estadía en México para mandarme a hacer unas nuevas, o quizás sería la nostalgia del Centro Histórico, de sentirme parte de esas calles, de ser allí un señor conocido, saludado, tratado por muchos como quien ha hecho algo que los demás han notado y tal vez recuerdan- me apersoné a recogerlas y comenzó este calvario, este vuelta y vuelta al establecimiento: que si me lastiman de este lado de la nariz, que si ahora de este otro, que si ya se me hizo una llaga aquí, que si me duele detrás de la oreja, que si ahora el dolor es de ambos lados, como si mi pobre nariz fuera una escoba y una bruja abusiva la hubiera usado para volar toda la noche sin ponerse nada abajo. Ay.

Pero, claro, cómo se nota que es domingo y esta bitácora relaja su ritmo y se pone a contar asuntos que no tienen miga; banalidades. Menos mal que se me ocurrió la imagen de la bruja y la hice cabalgar de tal manera en noche de sábado sin luna, que si no, habría dado el domingo por perdido.

Cuando mis hijos eran chicos les hacía muchos juegos verbales porque desde mi punto de vista el dominio de las palabras calibra la inteligencia, le pone entorno para crecer, la hace desarrollarse como chayotera en reja de gallinero. Así entre adivinanzas, jitanjáforas y trabalenguas, les iba ayudando a dominarlas, a no tenerles miedo, a hacerlas que sirvieran para lo que ellos quisieran. Yo creo que en la educación pública debería establecerse la asignatura de manejo y dominio de las palabras. El que sigue es un ejemplo típico de tales ejercicios.

TRABALENGUAS

Al camarero Carmelo le pedí
camarón, macarrón,
macarela y caramelo,
caramelo, macarela,
macarrón y camarón
le pedí al camarero Carmelo.

[audio:http://www.alejandroaura.net/vozpoemas/SeEstaTanBienAqui/L2007AAura40trabalenguas.mp3]

Navegantes

Cuando éramos muy jóvenes poetas, nos llevó Efraín Huerta a Querétaro y nos presentó con los poetas locales. Había entre ellos un hombre mayor, gordo, simpático, enfermizo, o al menos es así como lo recuerdo, que se llamaba Pablo Cabrera, Pablito Cabrera. Nos recitaba un admirable soneto suyo levantando los brazos y los hombros y con voz un poco atiplada y anhelante: “Yo sé que recatándose en la sombra / a toda alma responde un alma ajena”. Y ahora me ha venido la imagen del poeta como una conversación apenas interrumpida. Uf. No saben ustedes el gusto que me da levantarme, iniciar nuestras andanzas por ahí, mías y de la computadora, y constatar que durante la noche, mientras yo dormía ajeno a todo, en muy distintos lugares del mundo, en remotas ciudades, en indecibles destinos de la tierra, en sitios que quizás jamás pisaré, alguien, muchos álguienes, cada uno con una pantalla similar a la que tengo enfrente asociada indefectiblemente a un tablero, leyó, leyeron, lo que escribí apenas ayer y antier, de que si mi sangre, que si anemia y neutropenia, las hermanas díscolas cuyo nombre se escribe con minúscula para resaltar su bajo perfil; que si los berros, que si la otra vez me dio urticaria. Casi creo ver sus caras, aunque no los conozca, sus ojos brillantes, sus sonrisas cómplices, sus entrecejos simpáticos. “Yo sé que recatándose en la sombra / a toda alma responde un alma ajena.”

El poema que hoy sigue en el orden del libro fue escrito para Vital Alzar. Lo que recuerdo de él lo digo en el poema tal cual. Lo que me sorprende sobremanera es no haberlo encontrado en internet. Alguien que no está en internet, habiendo hecho algo tan destacado como construir una carabela en los astilleros de Alvarado, Veracruz, y repetir el viaje de Colón en el 5º Centenario ¿puede no estar en internet? Es eso lo que me sacó completamente de onda. La primera vez que tuve un programa de televisión de amplia audiencia se me ocurrió un día decir que quería encontrar a un amigo que lo había sido de niños, en la primaria, Arturo Ramírez, y a la semana siguiente ya estábamos siguiéndonos la pista porque a él ya alguien le había comentado que en un programa de televisión bla bla y a mí me mandaron el recado telefónico de que alguien sabía quién era y ya me lo tenía localizado. Acabamos encontrándonos con mucho cariño y luego, como era de esperar, nos volvimos a perder. Pero con Vital es diferente, es mucho más grave no encontrarlo, es como entrar en un hoyo negro en el que la materia, la realidad, la memoria concreta de los hechos, desaparece y no deja nada en lo que antes era la certeza de un recuerdo. Con él nunca tuve sino encuentros públicos, unos casuales, cuando encontré su barco en Veracruz y otros inducidos, cuando lo entrevisté para promover su aventura. No puedo decir en rigor que fuéramos amigos, lo que pasa es que lo violento del acto de buscarlo en internet y no encontrarlo me hizo sentir por él una ternura solidaria y una cercanía afectiva que me impulsó a sentirme sinceramente su amigo.

MI AMIGO VITAL ALZAR

Dónde estará mi amigo Vital Alzar, el navegante,
que hace tantos años que no sé de él,
el que construyó una carabela para repetir el paseíto
de Colón cuando le dijo a la tía Isabel
que le diera chance de redondear el mundo;
lo vi la última vez hace muchos años atracado en Veracruz,
cuando ya había pasado la efemérides del 92,
convertido su barco en museo y tienda de souvenirs
y luego no he vuelto a saber de él
ni lo encuentro en internet, qué extraño,
a lo mejor lo soñé y no le dio la vuelta al mundo
a propósito del quinto centenario del grito de Triana
con su carabela que construyó en Alvarado;
me acuerdo de la locura de los constructores en el astillero,
y tal vez mi hijos que eran pequeños lo recuerden también,
me acuerdo de la pasión de Vital y de sus hombres,
del olor febril a carpintería, a torsos desnudos,
a clavos y a brea, a mar y a selva,
pero si no está en internet, en donde está todo,
es posible que no haya existido nunca
ni yo lo haya entrevistado más de una vez en la televisión
y en la radio, ni lo haya visto en su barco
con su familia en Veracruz,
ni haya navegado yo mismo con la imaginación
por todos los derroteros que él me describió;
tal vez ande bogando por tan remotos mares
que no quepan sus sueños y experiencias en la Red.

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Berros y ronchas

Con la novedad de que otra vez las envidiosas hermanitas flacas, anemia y neutropenia -y es que, claro, como quieren ser modelos de pasarela no comen nada y por eso, aunque se ven tan espigadas, están como están- me hicieron la jugarreta: se pusieron en la mera puerta de la vena y dijeron nanay, por aquí no entra ese juguito. Así que tengo una semana más de permiso en el cuartel para reponerme de las heridas. Una lectora me acaba de recomendar que me haga licuados de berros, piña, jugo de naranja y perejil, y yo, ni tardo ni perezoso, como dice el viento, ahorita me voy a ir a buscar los berros, que todo lo demás lo tengo. Porque la alternativa era un medicamento de laboratorio del que acabamos de leer esta semana en el periódico -miren qué casualidad- que sirve digamos que por encimita para reponer los leucocitos, y eso, pero cuyos efectos secundarios suelen ser poco positivos, o sea que se pela uno más pronto. Y bueno, de por sí no soy proclive a las medicinas y hasta donde es posible trato de escaqueármeles. Porque si no, me pasa lo que me pasa, como podrán ver en el encontronazo que tuve el año pasado con unas ronchas, que viene en esta entrega después del breve poema del día. Conste que advierto que es lectura para gente desocupada, o que pueden guardarlo para el fin de semana, porque es larguito.

Lo bueno es que la Primavera avanza; por lo pronto se han ido los nublados y los vientos fríos, y suaves auras -además de mí- acarician el ambiente y hacen la cuna en donde se mece el renacimiento del año: polen, polen, flores, esporas, color, deseo. Las calles llenas otra vez de gente visible; ya se han quedado los abrigos, los gorros, las bufandas, los guantes en los armarios y empieza la danza preparatoria de la exhibición de la potencia que genera el paso de las muchachas por la calle.

Bueno, perdón, creo que me ha dado un ataque de lirismo primaveral. Me ducho, me visto y me voy al mercado Antón Martín a buscar los berros. Nada más les digo una cosa: este poema, aunque parezca corto, y lo sea, lo que tiene es que es cierto.

MULTITUD

Qué necesidad tenía yo
de ser yo,
cuando hubiera podido
ser tantos otros.

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LA OCUPACIÓN DE LA URTICARIA

Las colinas, los valles, los oteros y promontorios del pecho fue lo primero que ocupó el enemigo y todavía eso con actitud de disimular; no parecía que iba a enseñorearse del territorio sino como que distraídamente pasaba por ahí y pintaba con el encarnado de sus estandartes todo el paisaje y que una vez ido todo volvería a la normalidad anterior, como cuando Napoleón metió sus ejércitos en España dizque nada más para cruzar hacia Portugal y una vez que los tuvo dentro aprovechó para destronar a Fernando VII y poner a Pepe Botella.
Y yo, zoquete, me lo creí, sin reparar en que era viernes y que el fin de semana todo se vuelve cuesta arriba en este país en donde abandonar el trabajo siempre que se puede es casi una religión. Y eso de volver a la normalidad anterior ahora me doy cuenta de que está francamente mal dicho porque con la aplicación del medicamento el jueves anterior ya había ocurrido el brote alérgico, aunque bien es cierto que como no fue inmediato sino tres días después, se coló como buena la opinión de la joven oncóloga sustituta de mi médico en vacaciones, de que esa irritación se podía deber a cualquier cosa y no necesariamente a la gencitavina y de que no desaconsejaba la aplicación correspondiente a este jueves, y yo, masticando de lado, dejé pasar el criterio aunque acababa de vivir en carne propia los efectos urticantes de la anterior dosis, de modo que la aguja buscó modosa el hueco de mi vena y allí se acomodó para servir de puente entre la ciencia y yo.
Del pecho, durante las horas en que todo ser y toda cosa dormía ajeno a las acechanzas, se fueron desplazando los escuadrones invasores y ocupando más y más emplazamientos: la espalda, los costados, la parte interior alta de los brazos, y apuntó a los sitios en que después más ensañamiento mostró, más deseo destructivo puso en su celo, menos piedad y cero misericordia: las piernas, empezando hipócritamente por un enrojecimiento paulatino de los muslos ligado a un franco prurito ya manifiesto en las nalgas. En la mañana, claro, al despertarme con un cierto candor, las uñas, independientes de la conciencia, comenzaron a reaccionar al estímulo: ¿pica?, pues ráscate. Y eso era lo que la maldita estaba esperando, esa era la diana que había corrido como santo y seña por todos los campamentos, que me rascara (y adivinar si no lo habré hecho con entusiasmo mientras dormía y no me enteraba, porque uno cuando duerme vive, aunque no lo tenga en cuenta, y el cuerpo entonces puede decirse que se manda solo) porque al influjo prodigioso de ese roce exquisito de las uñas con la piel, medida su intensidad por la satisfacción que provoca, las huestes salen casi a la superficie, a esa posición estratégica que consiste en quedarse ligeramente debajo de la capa dérmica y desde allí bombardear con sus obuses radiales irritando más, un poco más, otro poco, otro poquito cada vez.
¡A urgencias!, taxi: al Hospital de la Princesa. Y no rascarse, hacer todo lo posible para no rascarse; contener ese impulso es casi tan imposible como contener la respiración. Porque ya pica tanto en el pecho, en los hombros, en el vientre, como en los costados, en la espalda, en la cintura, ¡y el maldito resorte de los calzones que parece clavarse en la irritada carne!, en los glúteos, en los muslos, atrás y adelante, por dentro y en los laterales, que son los que reciben la constante limosna fresca de los dedos que pasan con la mayor suavidad e hipocresía que pueden sus intentos de alivio por encima del pantalón, por sobre las mangas de la camisa, como si quisiera abrazarme a mí mismo. Y tener que sentarse en una sala de espera y estarse allí quieto hasta que lo llamen, ¡ay ardor!, pero no puedo decir que fueran morosos ni ineficaces, todo lo contrario: éramos muchos y a todos nos atendían en riguroso orden y lo más rápido que podían.
A mí me llevaron dentro al fin, me preguntaron, me vieron, me tomaron la presión, la temperatura, me ofrecieron una intramuscular que rechacé por principio luego de que me explicaron que su ventaja era una actuación relativamente rápida y me advirtieron de que con su omisión el efecto médico sería más lento, horas más horas menos, y me mandaron un antihistamínico por vía oral cada seis, y vaya el lunes con su médico de cabecera para que le de la receta; sólo en caso de que se le cierre la garganta o tenga dificultades para respirar regresa a urgencias.
Caminamos por el rumbo antes de tomar el taxi de regreso porque caminando uno no se rasca y se distrae un poco. ¿Pero no habrá algo que te pongas y el picor desaparezca?, ¿hemos logrado desarmar el rompecabezas del genoma humano y nadie ha inventado una pomada, un ungüento que te untes y, zas, se te borre la sensación, aunque siga por dentro la batalla?, ¿un gel de efectos inmediatos que se aplique como una nieve benéfica de menta sobre la abrasada superficie? No, no hay; al menos en el hospital donde me atienden no saben de la existencia de tal bálsamo y pretender buscar respuestas en la calle en fin de semana es ilusorio. Iba yo clamando con toda mi fe que apareciera ese Fierabrás que me han dicho que puede fabricar pócimas como ésta, y mejores.
Ahora la estrategia es dejar que pase el tiempo para que la pastilla actúe y llegue el plazo de la siguiente toma, cada seis horas. Pero por más que uno quiera distraerse es imposible, claro, el enemigo está allí, ubicado perfectamente en el territorio y no hay movimiento que hagas que te permita alejarte del campo de batalla. Y tampoco está el horno para bollos, quiero decir que tampoco tengo tantas fuerzas como para quedarnos unas horitas caminando y distrayéndonos con las infinitas tentaciones de Serrano, las rebajas en todas las tiendas que ponen la ropa tan al alcance de la mano que lo único que hace falta es entrar y coger; o los muebles, aunque tengas que tirar los que tienes ya en la casa, porque están estos tan bonitos y a precios tan accesibles que es una tontería vivir siempre en el mismo decorado, una cañita en un bar antes de seguir deshidratándose bajo la canícula de julio, y tantas otras provocaciones; pero no, no tengo tanto vigor. A casa.
Crema hidratante. Paños húmedos. Fomentos de agua fría. Baños con el agua lo más fría que aguante. Bolsa de gel congelado. Con ropa. Con ropa holgada. Sin ropa. La única orden repetida con toda la energía por el mando supremo de mi voluntad: ¡no rascarse! Como si dijera no parpadear, no pasar saliva, no estornudar. Leer, ver la televisión, jugar barajas, asomarse a la ventana. Las horas del reloj son tan lentas y están tan llenas de ronchas que llegar al espacio neutro de la noche cuesta un gólgota, y allí, de plano, una pastilla para dormir, un somnífero, que aunque sea un Richelieux hay que dejarlo intervenir para que frene los enfrentamientos de los contrarios; el pobre e ínfimo pelotón de mosqueteros de las uñas comprende que sus esfuerzos son vanos, que entre más enemigos crea haber derribado más y más se reproducen las rojas huestes de la urticaria.
El domingo ya era un Ecce Homo; el sarpullido había ocupado prácticamente todo el país de mi cuerpo y las vibraciones de la batalla habían ensordecido incluso a las salmodias de la autoconmiseración; algo como la sorpresa me hacía mirarme al espejo y figurarme distintas actuaciones: Giordano Bruno evadido de la hoguera poco antes de morir, ya sin ropa y vestido únicamente con su ardida carne; Schwarzeneger saliendo de la explosión de un tanque de gas; un alien volviendo del espacio exterior en donde ha perdido la piel con que simulaba apariencia humana y viene arrastrando los jirones; por fortuna, entre las reminiscencias del somnífero y cierto efecto similar aportado por el antihistamínico, me quedé varias veces dormido. Soñé que estaba dentro de una tina de crema de leche de almendras de Ibáñez que suavemente acariciaba y lubricaba mi piel y halagaba mi olfato trayéndome deliciosas remembranzas de la infancia, y que la crema estaba constituida con una especie de licuefacción o transmigración de ninfas del bosque que se diluían en su apremiante apetito de integrarse a mí, pero en su desesperación por ser ellas y no otras las beneficiadas con el fenómeno, se peleaban entre sí por estar en mejor lugar y con una justificable ira femenina se desgarraban unas a otras, se hacían tiras sanguinolentas y se me pegaban a la epidermis como escoriaciones de brutales heridas y laceraciones, como mataduras en la carne causadas por un contacto atroz con el entorno, y que aparecían en toda mi piel conforme la crema se escurría al salir de la tina. No hubo una sola vez que no me despertara rascándome por todas partes y tratando desesperadamente de controlar el impulso. Ni a dónde ir ni a quién llamar, ni qué hacer más que esperar el paso inexorable del tiempo. Domingo, todo cerrado y yo expulsado ya del paraíso de urgencias. Multitud de bestezuelas irreales, sacadas de las más calenturientas imaginaciones medievales, me rondaban los oídos susurrando: ráscate, ráscate, no seas tonto, se siente rico.
Quería que me exigieran la capitulación, que me pidieran abdicar e ir al exilio; estaba más que dispuesto a rendirme y abandonar la plaza, pero como el enemigo estaba dentro no había manera de parlamentar, no había con quién, lo único fue llegar de nuevo a la piadosa noche y comenzar a hacer recuento de los daños una vez que el medicamento mostró algunos efectos, o la natural defensa del cuerpo fue recuperando los territorios, y el cansancio, el abatimiento total de los aliados los hizo renunciar al San Vito de los rasquidos constantes. Tal como queda sobre un plato una porción de carne cruda picada cuando han pasado las horas y la intemperie ha comenzado sus trabajos asoladores, así quedaron grandes extensiones de piel, sobre todo en las piernas, con ese color granate podrido y ceniciento que trasluce una materia viva y palpitante que abajo se queja y porfía por constatar su vigencia. El paisaje después de la batalla. Nadie muere de comezón, es cierto, pero la tortura podría orillarlo a uno a confesar cualquier cosa.
Tres días, era previsible; el lunes la irritación fue hacia abajo, comenzó a ceder y las posiciones ocupadas con tanto ardor por el enemigo fueron quedando devastadas pero vacías; aquí y allá, breves aunque constantes, brotes de comezón; incluso algunos intentos de nuevo emplazamiento en mínimas porciones de tierra virgen que no habían sufrido los anteriores embates, el paso letal de las retaguardias, algún capitanejo que habiéndose quedado rezagado pensó que aun podría hacerse notar y alcanzar un último laurel.
El riesgo, porque una vez conocido el mal es imposible dejar de pensar en su prevención, es que no haya realmente nada para evitarlo: la semana próxima tendré que volver a exponer mis dulces venas a la labor humanitaria de la ciencia, volverá a fluir la gencitavina por el sistema linfático en su afán por rescatarme, y así durante varios meses, y tal vez el precio que haya que pagar…

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